La tragedia ocurrida durante la noche de Halloween en el Madrid Arena,
con tres chicas fallecidas por aplastamiento y otras dos gravemente heridas,
muestra los elevados riesgos que implica la concentración de muchos millares de
personas en un recinto cerrado, sobre todo si los controles son tan laxos como
lo revela la entrada de menores a una macrofiesta donde se sabe de antemano que
va a correr el alcohol en abundancia. Y es indudable que había menores, no solo
porque lo digan numerosos asistentes, sino por el hecho de que una de las
chicas gravemente heridas cuenta con 17 años. Tal vez un control más serio
tampoco habría detectado la bengala y los petardos que, al parecer, dieron
origen a la avalancha humana, pero refuerza la sospecha de que resulta fácil
provocar un desastre en esos actos.
Madrid Arena es propiedad de una empresa del Ayuntamiento
de Madrid, que lo alquiló para la ocasión. La compañía organizadora de la
fiesta asegura haber vendido 9.650 entradas, cifra algo inferior al aforo
máximo permitido, pese a los testimonios de asistentes que hablan de un recinto
abarrotado y de dificultades para moverse. Aunque el aforo máximo no fuera
rebasado, la concentración de personas en determinados sectores puede haber
sido superior a lo que la prudencia aconsejaba. La investigación ha de
determinar no solo quién provocó el estallido del pánico, sino si existía un
plan de seguridad a la altura del riesgo y un equipo adecuado para llevarlo a
cabo, y si fue acertada la decisión de proseguir con el espectáculo, alegando
que suspenderlo hubiera desatado un pánico mayor.
Más allá de esas cuestiones, hay que plantearse si tiene
sentido permitir la concentración de tantas personas en un recinto cerrado para
fiestas masivas sin extremar las medidas de seguridad. No es divertido
someterse a controles cuando se va de fiesta, pero la experiencia de los
grandes estadios de fútbol no debe echarse en saco roto. Cuando se convoca a
mucha gente a un acontecimiento, los asistentes confían a priori en la previsión
de quienes lo permiten y lo promocionan. No es la primera vez que ocurre un
desastre de esas características, aunque conviene aprender de los que ya se han
producido: el festival Loveparade en el que murieron 20 personas en Duisburgo
(Alemania), en julio de 2010, no ha vuelto a celebrarse
EDITORIAL de EL PAÍS 2 de Noviembre de 2012
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